La mejor noticia del mes es que ha habido un golpe de Estado militar en Washington. Lo sospechábamos, lo queríamos creer y resulta que es verdad. Y hace rato que lo es.
Lo confirma Bob Woodward, el periodista más respetado de Estados Unidos, el que contribuyó a acabar con la presidencia de Richard Nixon tras destapar el escándalo de Watergate en los años setenta. En un libro sobre Donald Trump publicado esta semana Woodward nos ofrece la tranquilidad de saber que los militares que rodean al presidente no sólo son plenamente conscientes de que su comandante en jefe es un imbécil sino que lo tratan como tal.
Son dos los generales retirados que han asumido la sacrificada misión de vigilar a Trump, como si fueran enfermeros en un sanatorio psiquiátrico, con la clara intención de intentar limitar el daño que representa para la humanidad. Uno de ellos es el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly, y el otro es el secretario de Defensa, Jim Mattis. Según cuenta Woodward, Kelly se refiere a Trump de manera habitual como “un idiota”. Mattis considera que su conocimiento de la política internacional no supera el de un niño de 11 o 12 años.
Y no son sólo Kelly y Mattis los que actúan con la responsabilidad que las circunstancias exigen: como confirmó un alto mando de la Casa Blanca en un artículo publicado desde el anonimato en The New York Times, hay otros buenos soldados que han adquirido la honorable costumbre de obedecer pero no cumplir las órdenes que reciben de su jefe. Como feliz consecuencia se ha evitado, entre otros males, la posibilidad de que Estados Unidos se vaya a la guerra contra Rusia en Siria y de que la península coreana desaparezca del mapa tras un ataque nuclear.
Lo que han descubierto estos patriotas es que tienen que actuar por su cuenta porque no hay manera de tratar con Trump como un adulto. Lo dice el general Kelly: “No tiene ningún sentido intentar convencerle de nada”.
En este sentido Trump es el fiel reflejo de sus seguidores, aquellos conocidos en Estados Unidos como su “base”. Lo más incomprensible del fenómeno Trump no es Trump: el mundo está lleno de narcisistas infantiles. Lo más incomprensible es que, según una encuesta tras otra, la mayoría de los 60 millones de estadounidenses que cayeron en la tentación de votar a Trump hace un par de años sigue creyendo que es un digno presidente de la que sigue siendo, hoy por hoy, la nación más poderosa del mundo. No pasa un día, no pasa apenas una hora, sin que tengamos otra prueba de que el rey Donald está loco. Pero con la “base” no hay manera. No tiene ningún sentido intentar convencerles de nada.
Foto: John Kelly y Jim Mattis en el entierro de John McCaine.
Son tan inmunes a la evidencia, al sentido común y a la razón como aquellas variopintas “bases” que no pierden la fe en Nicolás Maduro en Venezuela, en Daniel Ortega y su esposa en Nicaragua, en Cristina Kirchner y su difunto esposo en Argentina, en Kim Jong Un en Corea del Norte, en Vladímir Putin en Rusia o en José Mourinho en el Manchester United. Todos buscan chivos expiatorios antes que soluciones, todos son egomaniáticos y demagogos, todos a su manera se han enriquecido a costa de la profunda pero insondable necesidad que tienen sus devotos de creer en ellos.
Evidentemente el caso Mourinho es el menos grave, pero sirve para demostrar la prevalencia hoy de lo que un amigo catalán hace unos años describió como “la futbolización” de la política.
Por un lado, el portugués hace casi tanto el ridículo como Trump, sólo que con menos frecuencia. La más reciente trumpada de Mourinho fue el viernes de la semana pasada cuando proclamó que era “uno de los más grandes entrenadores del mundo”; cinco días antes nos exigió “respeto, respeto, respeto” tras recordar que ningún entrenador en activo había ganado más campeonatos ingleses que él. Un viñetista inglés dice que lo retrata siempre como “un chico malhumorado de 14 años atrapado en el cuerpo de un malhumorado señor de mediana edad”. Está bien. Dos o tres años por encima de Trump en inteligencia emocional suena correcto.
Por otro lado, Mourinho impone a sus desmoralizados jugadores un estilo de juego cobarde lejos del espíritu audaz que había definido al United durante la mayor parte de los últimos 50 años. Si ganase, al menos impondría respeto. Pero ni siquiera.
O sea, el Manchester United con Mourinho hace el ridículo y pierde prestigio cada día que pasa, como Estados Unidos con Trump. Esto lo ve cualquiera. Salvo las multitudes que les defienden y animan. Los ciegos más ciegos: los que no quieren ver. Y como no quieren ver, es limitada –necesaria pero limitada– la utilidad política de lo que escriben Bob Woodward y las legiones de periodistas que destapan las mentiras y mezquindades de los Trump y los Maduro y los Ortega y compañía.
Es tan imposible hacerles ver la verdad como convencer a un devoto de que Dios no existe. Adoran a falsos ídolos, se inmolan a sus pies y lo mejor que se puede esperar es que alguien les salve de las peores consecuencias de su fe. Por eso demos gracias a los generales que han optado por sacrificar su dignidad y su reputación sirviendo a la patria en una Casa Blanca que John Kelly describe como “un lugar de locos”. Qué bueno sería que Venezuela y Nicaragua tuviesen militares con un similar sentido del honor y responsabilidad.
El más brillante periodista estadounidense del último siglo, H.L. Mencken, predijo en 1920 que “en un gran y glorioso día la gente sencilla de nuestro país conseguirá por fin lo que sus corazones más desean y la Casa Blanca será adornada por un total cretino”. Mencken, que no tenía una muy buena opinión de sus compatriotas, escribió en otra ocasión que George Washington, el libertador y primer presidente de su país, “no tenía ninguna fe en la sabiduría infalible de la gente, sino que los veía como pirómanos tarados e intento salvar a la república de ellos”.
Los generales Kelly y Mattis son los George Washington de hoy. No es ideal, no es exactamente democracia. Pero, por el bien de todos, que sigan con lo que están haciendo mientras el cretino siga donde está.